La figura dominante al terminar el periodo colonial fue la de
Agustín de Iturbide, un coronel realista que había derrotado a las fuerzas de
Morelos en el campo de batalla y que en vez de conservar a la Nueva España para
el Imperio, concibió ciertas ideas propias sobre la independencia del país y se
volvió contra los españoles. Con el país libre de la dominación española,
Iturbide se proclamó Agustín I, Emperador de México. “Sabéis cómo ser libres”
dijo al pueblo. “Debéis aprender a ser felices”. Tras un año de pompa y ostentación
se le agoto el dinero y fue derrocado y desterrado. Pero el hecho estaba
consumado: para bien o para mal, México finalmente era dueño de su propio
destino
.
.
Más funesto fue Antonio López de Santa Ana, un excéntrico
genio militar de sombrío continente que se hacía llamar el Napoleón del Oeste. Entre
1833 y 1833, Santa Ana gobernó México en 11 diferentes periodos. Sus
filiaciones políticas oscilaron de lo liberal (ayudó a desterrar a Iturbide) a
lo clerical conservador, y su recuerdo está asociado al desastre. Cuando en
1835-1836 los colonos tejanos se rebelaron contra México – luchando al principio
no por la Independencia sino solo por el restablecimiento de las garantías
constitucionales- Santa Ana puso en marcha una dolorosa cadena de episodios. Marchó
sobre Tejas, sitió a El Alama, sacrificó a los sobrevivientes del sitio y
después de otra cruenta batalla en Goliad, fue derrotado por los tejanos, bajo
el mando de Sam Houston, en San Jacinto, y Santa Ana ofreció a Tejas su
independencia a cambio de su propia vida.
La secesión de Tejas
condujo una década después a una guerra con los EE.UU. Entonces México no solo
perdió sus derechos sobre Tejas sino que además cedió la alta California y
otras áreas del norte, una pérdida total de 2.378.540 km2, más de la mitad de
su territorio. La pérdida se hizo aún más dolorosa por le descubrimiento casi
inmediato de oro en California. Poco tiempo después, de regreso al poder por la
undécima vez, Santa Ana, urgido de dinero para pagar a las tropas que sostenían
su régimen, vendió a los EE.UU. el valle de la Mesilla, ahora parte de Arizona
y Nuevo México, en 10 millones de dólares. Así en 18 años, México quedo
reducido de una posición de preeminencia territorial comparable a la de Rusia,
China o Brasil, a una de relativa insignificancia. Esto se debió, en parte, al
anterior descuido de España, que no consolidó sus posesiones geográficas, y a
las nacientes ambiciones de los E.UU., pero principalmente, a la imprudencia de
Santa Anna.
Desde el principio de su existencia como nación
independiente, hubo en México un continuo forcejeo entre liberales y conservadores:
de un lado, los herederos ideológicos de Hidalgo y Morelos y del otro, los
terratientes, el clero y la aristocracia. El liberal más ilustre de su época
fue Benito Juárez, indio zapoteca, ascético , de semblante hosco y con un
respeto por la ley casi místico.
Juárez era autor de algunas de las leyes de reforma
incorporadas n la Nueva Constitución de 1857, que entre otras cosas prohibió a
la Iglesia tener bienes raíces, abolió sus fueros y los de los militares, estableció
la educación gratuita, la liberta de prensa y de reunión y autorizo a
sacerdotes y monjas a repudiar sus votos. La constitución no solo fue
agrariamente criticada por los conservadores sino hasta condenada por Pío IX.
“… permite el libre ejercicio de todos los cultos”, decía el Papa, “y además el
derecho de expresar en público toda clase de pensamientos y opiniones... Declaramos
nulos y sin valor dichos decretos”.
Cuando el presidente en funciones rehusó hacer cumplir la
ley, el congreso declaro su cargo vacante y Juárez, como presidente de la Corte
Suprema, fue elevado a la primera magistratura. Así enseguida, el país se vio
envuelto a lo largo de tres años en una contienda civil (1857-1860) que se
llamó Guerra de la Reforma: fiera y sangrienta lucha marcada por los excesos
cometidos por ambos bandos.
Al final, Juárez volvió a tomar el mando de una nación al
borde de la ruina y de la bancarrota. La incapacidad de México para saldar su
deuda exterior, provocó un intervención de Francia, España e Inglaterra juntas,
y después. De Francia sola. Los conservadores y aristócratas mexicanos habían
conspirado, entretanto, con el ambicioso Napoleón III de Francia para poner a
un ocioso archiduque austriaco, Maximiliano de Habsburgo, en el trono
“imperial” de México.
El barbirrubio Maximiliano era un hombre bueno cuyas ideas
liberales produjeron consternación entre os conservadores que lo apoyaban.
Acepto el tono después de que los franceses le aseguraron que había sido
“electo” por los mexicanos. Luego se dedicó más a la botánica, a coleccionar
mariposas, a ofrecer fastuosas recepciones y a recopilar un manual de etiqueta
de la corte que a gobernar el país. Su imperio se desmorono en forma
estrepitosa cuando las fuerzas francesas se retiraron; y en 1867 el desdichado
fue fusilado junto con algunos de sus generales por un pelotón juarista.
Juárez, una vez más en funciones de presidente, inicio
reformas fiscales para sacar al país de la bancarrota, fomentó la industria y
los transportes e inició los cimientos de un sistema de libre educación
pública. Hombre sencillo, honesto y tenaz principió a modelar el México
moderno; y cuando en 1872 murió desempeñando su puesto, México ya era una
nación, medio siglo después de haber dejado de ser una colonia.
Uno de los generales de Juárez, Porfirio Díaz, gobernó a
México más tiempo que nadie, de 1876 a 1910. Hubo un intervalo de 4 años en el
que Díaz puso un testaferro en la silla presidencial para acatar una ley contra
la reelección, pero después del dictador simplemente enmendó la ley. Al igual
que Juárez, Díaz era un indio de Oaxaca que había luchado heroicamente contra
los franceses. Amaba también a su país y quería engrandecerlo. Pero, en
contraste con su predecesor, era ferozmente ambicioso, dado a la ostentación y
a la pompa, despiadado y poco respetuoso de dictados jurídicos o morales.
Juárez reconstruyó desde abajo, conforme a la constitución,
erigió escuelas y respetó los derechos ajenos, Díaz pretendió imponer un
progreso de arriba hacia abajo, pues pensaba que ésta era la única esperanza
para el pueblo mexicano, que, según él, no había demostrado aptitud ni para
gobernarse ni para progresar.
El nombre de Díaz persiste en el lenguaje. “Porfirista” se usa
para describir ideas políticas, económicas y sociales archiconservadoras,
gobiernos totalitarios y ornatos en arquitectura y decoración de principios de
siglo.
La más grandiosa reliquia del “porfirismo” es el fastuoso Palacio de Bellas Artes, en la
Ciudad de México. Aunque no fue concluido sino hasta muchos años después del
régimen de Díaz, fue concebido y empezado entonces; y sus más evidentes
características evocan la grandeza que Díaz, así modo, procuro dar a México.
Tiene cúpulas de vidrio, sublimes estatuas, columnas monumentales, intrincadas
tallas de piedras, pórticos majestuosos, grandes vestíbulos, tres diferentes
clases de mármol y en la sala, un vistoso y artístico telón de cristal hecho a
medida por la casa Tiffany de Nueva York.
Mucho de que Díaz quiso hacer en México coincide con lo que
se trata de realizar hoy. Impulsó la industrialización, la modernización y la
estabilización política de un país victima de primitivismo y la inestabilidad.
Por todas estas cosas, cualquiera pensaría que el viejo dictador es hoy
venerado en todo México. Pero no es así, porque la paz Porfiriana se mantuvo
principalmente gracias a una política de “pan o palo”, “plata o plomo”. Fue un
periodo en el que sólo una minoría de gente acumulo grandes riquezas mientras
el resto del país vivía sumido en la peor de las pobrezas.
Díaz suprimió despiadadamente toda objeción a sus métodos
evitando la mas mínima expresión de crítica. Amordazo a la prensa. Los
periodistas que se atrevían a publicar clandestinamente, cosas inconvenientes
para el régimen eran perseguidos y a menudo encarcelados o asesinados. El
congreso constituía una simple lista de nombres que Díaz se encargaba de
redactar y publicar. Un miembro de cierta familia importante fue nombrado
gobernador de un estado porque el dictador había seducido a una joven de dicha
familia, y pensó que la gubernatura les haría olvidar el ultraje.
Díaz hizo las paces con la iglesia católica prometiéndole
secretamente que las leyes de reforma de Juárez serían soslayadas, a cambio del
derecho a probar los nombramientos eclesiásticos. Acabo bandidaje creando una
nueva fuerza de policía, la de los “Rurales”, formada por los propios bandidos.
Y los rurales, hombres de instinto homicida, disfrazados de charros, alertas
siempre, mantenían una estrecha vigilancia sobre los campesinos, obligándolos a
adoptar una actitud servil ante la “Gente decente”.
Las tierras del Estado fueron vendidas a personajes
favoritos, a precios ridículos. 39 millones de hectáreas, alrededor de un
quinto del territorio nacional se vendieron a 17 de dichas personas; cuatro de
ellas recibieron mas de 10 millones de hectáreas en baja California; otra
obtuvo 7 millones de chihuahua, otras cinco y a los indios lo dejaron con menos
tierras que antes.
En el noroeste, los indios Yaquis fueron incitados a la
rebelión para así tener un pretexto de despojarlos de sus ricas tierras y
convertirlas en haciendas privadas. Durante la cruenta lucha se ofrecieron
cuantiosos premio al que representara la oreja o la mano de un Yaqui. Los
prisioneros Yaquis eran embarcados a las plantaciones de chicle y henequén de
quintana Roo y Yucatán, donde se los vendía como esclavos a precios que
oscilaban entre 25 y 75 pesos por cabeza.
Cualquier intento de organizar uniones obreras y de exigir
mejores condiciones en el sistema de trabajo y aumento en el salario era
reprimido brutalmente. Y así, cuando los trabajadores textiles de Río Blanco en
el estado de Veracruz y de la fundadora de cobre de Cananea de Sonora, se
declararon en huelgo como protesta a las muchas arbitrariedades, Díaz envió
tropas para cavar a balazos con los huelguistas y restaurar la Paz Porfiriana.
Entretanto Díaz estimuló la inversión de capital extranjero
en México, para construir más ferrocarriles, dragar puertos, instalar fábricas
y buscar petróleo. Recompensó a tales inversionistas con pródigas concesiones,
dadivas de tierras e inmunidades a las leyes y tributos mexicanos, los
alicientes resultaron eficaces. Sólo las inversiones de EE.UU. subieron de casi
nada, en los comienzos de régimen de Díaz, hasta 500 millones de dólares en
1902 y a algo más de 1000 millones en 1920, cantidad superior al total de la
inversión de capital mexicano.
La acaudalada minoría vivía en palacetes entre paredes
cubiertas de brocado, cortinas de encaje y muebles dorados y se vanagloriaba
que en sus casas no había nada mexicano. La ciudad de México, decían, es otro
París; pero pasaban en el verdadero París tanto tiempo como podían.
Para celebrar el centenario de la Guerra de Independencia, en
910, don Porfirio invitó a dignatarios del mundo entero a que vinieran a ver el
adelanto de México: ferrocarriles, instalaciones portuarias, sistemas de riego,
amplias avenidas, imponentes casas y edificios públicos de pronunciado estilo
europeo. Hubo desfiles, fuegos artificiales, bailes, conciertos, champaña y
flores. A los indios y a los indigentes se les ordenó bajo severos castigos
alejarse de las principales calles de la capital.
Mientras tanto hubo presagios de muerte y destrucción, como
entre los aztecas, antes de que los españoles llegaran. Reventó el Volcán de
Colima, tembló la tierra y noche tras noche, un ígneo comenta surcaba el cielo.
La gente instruida sabía lo que era: el cometa de Halley; pero solamente la
minoría que sabía leer.
Ya corrían los rumores, algunos de ellos graves. Dos años
antes, en 1908, un político casi desconocido llamado Francisco Madero había
escrito un libro, La Sucesión Presidencial en 1910, en el que abogada,
moderadamente, por la libertad política de México. Madero pertenecía a una de
las familias más ricas del norte de México. Pero estaba más interesado en las
ideas humanitarias que en la riqueza.
El libro lo convirtió en el portaestandarte de políticos e
intelectuales descontentos. Entonces hizo una gira para protestar contra la
continua reelección del dictador. Se formó un Partido Anti reeleccionista, y en
1910 Madero fue designado candidato a la presidencia. Díaz lo encarceló,
prosiguió a delante con las
celebraciones del centenario y se eligió por otro periodo. Puesto en liberta, Madero
se refugió en los EE.UU. y declaró fraudulenta la elección de Díaz.
Así, como se dice en México, “echó a rodar la bola”. En el
estado de Chihuahua, varias guerrillas, una de ellas capitaneada por un antiguo
abigeo llamado Pancho Villa, desafiaron a las tropas federales. En Morelos, un
campesino, Emiliano Zapata, reclutó adeptos y empezó a asaltar y quemar
haciendas azucareras. Hubo levantamientos por todo el país: en Yucatán,
Veracruz, Tabasco, Durango, Coahuila, Sonora, Puebla, Oaxaca y Guerrero. En cierto
aspecto, era una repetición de la gesta de 1810, cuando los insurgentes y el
cura Hidalgo, armados de hondas y machetes, arrostraron la artillería española.
Los intelectuales conocían los puntos en disputa: dictadura,
escarnio de la constitución, sufragio efectivo, represión económica y México
para los mexicanos, a su alrededor se apiñaron los campesinos hambrientos,
indios sin tierras, rancheros, vaqueros, peones, tenderos, hombres que habían tenido
dificultades con la ley durante la Paz Porfiriana. Las masas sólo sabían que
eran Pobres y miserables, que las cosas en el país andaban mal, y que ya había llegado
el momento de actuar.
Cuando el escritor norteamericano John Reed preguntó a uno de
ellos por qué peleaba, el hombre replicó: “Porque luchar es bueno: no tiene uno
que trabajar en las minas”. Algunos gritaban, “¡Mucho dinero, poco trabajo!
¡Viva Madero!”. Al principio había muchos que no sabían quién era Madero. Un intelectual
escribiría más tarde que la revolución fue planeada por pensadores y ejecutada
por bandidos, y que después de cierto tiempo ya no s distinguirían unos de
otros.
Madero regresó al país. Las tropas federales enviadas a sojuzgar
a los revolucionarios se pasaron a enemigos. Hubo una gran batalla por ciudad
Juárez, en la frontera de los EE.UU. Vencieron los revolucionarios y Porfirio
Díaz prometió renunciar. En la ciudad de México el pueblo se amotinó frente al
Palacio Nacional y pidió a gritos la renuncia inmediata del dictador. Algunos días
más tarde, iba camino al exilio. Se designó un vicepresidente interino hasta
que hubiera elecciones y Francisco Madero, el “Chaparrito” valeroso y magnánimo
que iba a ser otra de las muchas figuras trágicas en la historia de México,
entró triunfante en la capital de la República.
Fue propuesto para la presidencia por el Partido Constitucional
Progresista, y un sorprendido observador de la embajada de los EE.UU. describió
así la reunión: “Ha sido la primera convención política realmente libre en este
país… libre y pública”. La elección fue igualmente libre, y Madero abrumadora y
honestamente ganó su mandato del pueblo mexicano.
Las cosas se estropearon casi desde el principio. Fuerzas poderosas
se oponían a Madero: restos del viejo régimen, terratenientes y jefes eclesiásticos;
empresas comerciales, principalmente extranjeras, patrocinadas por el embajador
norteamericano Henry Lane Wilson; agraristas impacientes, apenas frenados por
promesas cuya urgencia no percibió Madero, y muchos de sus aliados que se
habían único al movimiento por convivencia más que por convicción. Los propios
defectos de Madero eran suficientemente graves. Hombre íntegro e idealista,
confió en quienes no debía. Su campaña presidencial había sido dirigida contra
Díaz y los abusos políticos que éste representaba; no tenía un claro concepto
de los males económicos fundamentales del país, que eran aún más críticos; ni
tampoco tenía dotes para la administración ni habilidad para las intrigas políticas.
A los 15 meses de haber asumido la presidencia, al ciudad de
México era un campo de batalla. El corazón de la ciudad estaba siendo destruido
en un duele de artillería; tropas leales a Madero disparaban desde el Palacio
Nacional y fuerzas disidentes contestaban el fuego desde la Ciudadela, a menos
de dos kilómetros de distancia. Los rebeldes se impusieron y por medio de una traición
casi sin paralelo en la historia. Madero y su vicepresidente fueron arrestados
y obligados a renunciar cambio de una promesa de respecto para ellos, sus
familias y sus partidarios.
Un viejo militar, borracho y perverso, llamado Victoriano
Huerta fue el principal responsable de la traición. Poco después, mediante una
serie de rápidas intrigas apoyadas por el embajador Wilson y las empresas
comerciales con las que Wilson estaba identificado, Huerta asumió la
presidencia. Hecho esto, mandó asesinar a sangre fría a Madero y al Vicepresidente
José María Pino Suárez.
La esposa del diplomático norteamericano escribió: “Huerta
tiene muy poco respeto a la vida humana. Esta no es una característica de los
dictadores afortunados… pero solo con mano de hierro se puede mantener en orden
a esta apasionada, tenaz, misteriosa, talentosa e indisciplinada raza,
compuesta de innumerables elementos que no coinciden entre sí… en los EE.UU.
estas cosas no las entiende la gente”. Tal opinión parecía reflejar el criterio
de la mayoría de los extranjeros en México.
Desde el mártir Madero dejó el poder, el 19 de febrero de
1913, hasta el 1º de diciembre de 1920 fecha en que tomó posesión Álvaro
Obregón, México tuvo 10 presidentes. Algunos de ellos ocuparon el poder por
unas cuantas semanas, y otro estableció una marca de brevedad: 46 minutos. México
se desangraba en terribles luchas fratricidas. La población descendió en
15.160.393 en 1910 a 14.334. 780 en 1921: una pérdida de más de 800.00
personas, nunca se sabrá cuántas de estas fueron muertes violentas, pero el
hambre y las enfermedades se encargaron de segar muchas vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario